La maternidad y la paternidad, biológica o
adoptiva, esperada o inesperada, que es acogida y aceptada es algo
indescriptible, es uno de los regalos
más grandes que se pueden recibir en la vida. Es un hecho que impacta
profundamente nuestro ser, más que cualquier otro, ya que es un proceso de transformación vital; en el cual paradójicamente, sigues siendo tú pero nunca la misma o el
mismo… De hecho, por momentos no te
reconoces y necesitas redescubrirte... Implica como todo cambio: romper paradigmas, flexibilidad,
adaptaciones, dolor físico y emocional, así como la vivencia de toda la gama de
sentimientos y emociones.
Un hijo es un tesoro que proteges con
uñas y dientes, como bien dice aquella frase: “me llamo mamá, pero si le haces algo a mi crío, me llamo leona” (aplica
a los papás también). ¿Por qué me convierto en leona o te conviertes en león?
Porque un hijo es un tesoro cuyo valor
es infinito y lo proteges con tu vida. Por tanto, sabes que no debe
quedarse igual y menos aún disminuir. Se le debe “invertir” para que aumente y
sea cada vez mayor su valor, esto es para que cada vez sea mejor persona. Ahora
bien, dado que es un tesoro, sólo quisieras “compartirlo” con quien sepa el
gran valor que tiene y que también lo haga crecer, por eso duele tanto ver que
experimente faltas de respeto o peor aún, que él/ella misma no se dé a
respetar.
Así
pues, de manera natural, somos fans de
nuestros hijos y estaremos siempre ahí cerca para levantarlos, apoyarlos, acompañarlos o para impulsarlos y
lanzarlos a volar. Podemos pasar horas admirándolos: su ser mismo, su
desarrollo, sus logros, su proceder y su
pensar. Sin embargo, como los amamos con
locura no podemos ser indiferentes y por eso les exigimos dar lo mejor de sí
mismos.
Se
dice que nadie nos enseñó a ser madres/padres y que los niños vienen sin manual
de instrucciones, pero poco a poco descubrimos que desde el primer momento que los cargamos supimos ser madres/padres y
que si escuchábamos con atención, cada uno de nuestros hijos nos iba dictando
las instrucciones de su propio manual. Y pues luego nosotros como cualquier
ser humano, ponemos manos a la obra y a
veces acertamos y a veces la regamos. Eso sí, con las mejores intenciones,
por eso vamos autocorrigiéndonos a cada
paso. Aunque siendo franca, los hijos crecen muy rápido y son maestros muy
exigentes e intensos. Cuando por fin vamos dominando el nivel uno de la
maternidad/paternidad, en cuanto nos ven más o menos listas, ¡nos pasan al
nivel dos! Entonces, otra vez empezamos
a escuchar las nuevas instrucciones y a aplicarlas con prueba y error o de
plano a investigar qué hacer.
En
fin, su misma existencia nos confronta
con nosotros mismos, nos obliga a madurar y a formarnos continuamente, para ser
cada día mejores. No queremos “pasar por su vida” y ser sólo mujeres y
hombre que apapachan, que hablan bonito,
que dan buenos consejos y que dicen verdades, sino mujeres y hombres de una pieza, que dejan huella. Queremos ser
ejemplo a seguir, no porque queramos aplausos sino porque sabemos que las palabras atraen pero el ejemplo
arrastra. Por tanto, somos responsables
de la gran misión que se nos ha encomendado: colaborar en cultivar una nueva vida, en potenciarla al máximo y favorecer
su camino a la trascendencia, respetando su unicidad y su libertad.
Con
los hijos la vida es una gran aventura que nos impulsa a ser mejores cada día.
Curiosamente
los días se vuelven más cortos y por momentos los minutos eternos,
pero
definitivamente se llenan de momentos de felicidad plena, impagable.
La
monotonía es cosa del pasado,
nos
enseñan a disfrutar cada instante y las pequeñas cosas tan maravillosas de la
vida
que
a veces los adultos pasamos por alto.
Nos
obligan a ensanchar el corazón y a ejercitar el verdadero amor,
el amor incondicional, capaz de cualquier
sacrificio por el bien del amado.
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