miércoles, 20 de mayo de 2015

Un hijo: un regalo que ensancha el corazón





La maternidad y la paternidad, biológica o adoptiva, esperada o inesperada, que es acogida y aceptada es algo indescriptible, es uno de los regalos más grandes que se pueden recibir en la vida. Es un hecho que impacta profundamente nuestro ser, más que cualquier otro, ya que es un proceso de transformación vital; en el cual paradójicamente, sigues siendo tú pero nunca la misma o el mismo… De hecho, por momentos no te reconoces y necesitas redescubrirte... Implica como todo cambio: romper paradigmas, flexibilidad, adaptaciones, dolor físico y emocional, así como la vivencia de toda la gama de sentimientos y emociones.
                Un hijo es un tesoro que proteges con uñas y dientes, como bien dice aquella frase: “me llamo mamá, pero si le haces algo a mi crío, me llamo leona” (aplica a los papás también). ¿Por qué me convierto en leona o te conviertes en león? Porque un hijo es un tesoro cuyo valor es infinito y lo proteges con tu vida. Por tanto, sabes que no debe quedarse igual y menos aún disminuir. Se le debe “invertir” para que aumente y sea cada vez mayor su valor, esto es para que cada vez sea mejor persona. Ahora bien, dado que es un tesoro, sólo quisieras “compartirlo” con quien sepa el gran valor que tiene y que también lo haga crecer, por eso duele tanto ver que experimente faltas de respeto o peor aún, que él/ella misma no se dé a respetar.
                Así pues, de manera natural, somos fans de nuestros hijos y estaremos siempre ahí cerca para levantarlos, apoyarlos, acompañarlos o para impulsarlos y lanzarlos a volar. Podemos pasar horas admirándolos: su ser mismo, su desarrollo, sus logros, su proceder y  su pensar. Sin embargo, como los amamos con locura no podemos ser indiferentes y por eso les exigimos dar lo mejor de sí mismos.
                Se dice que nadie nos enseñó a ser madres/padres y que los niños vienen sin manual de instrucciones, pero poco a poco descubrimos que desde el primer momento que los cargamos supimos ser madres/padres y que si escuchábamos con atención, cada uno de nuestros hijos nos iba dictando las instrucciones de su propio manual. Y pues luego nosotros como cualquier ser humano, ponemos manos a la obra y a veces acertamos y a veces la regamos. Eso sí, con las mejores intenciones, por eso vamos autocorrigiéndonos a cada paso. Aunque siendo franca, los hijos crecen muy rápido y son maestros muy exigentes e intensos. Cuando por fin vamos dominando el nivel uno de la maternidad/paternidad, en cuanto nos ven más o menos listas, ¡nos pasan al nivel dos!  Entonces, otra vez empezamos a escuchar las nuevas instrucciones y a aplicarlas con prueba y error o de plano a investigar qué hacer.
                En fin, su misma existencia nos confronta con nosotros mismos, nos obliga a madurar y a formarnos continuamente, para ser cada día mejores. No queremos “pasar por su vida” y ser sólo mujeres y hombre  que apapachan, que hablan bonito, que dan buenos consejos y que dicen verdades, sino mujeres y hombres de una pieza, que dejan huella. Queremos ser ejemplo a seguir, no porque queramos aplausos sino porque sabemos que las palabras atraen pero el ejemplo arrastra. Por tanto, somos responsables de la gran misión que se nos ha encomendado: colaborar en cultivar una nueva vida, en potenciarla al máximo y favorecer su camino a la trascendencia, respetando su unicidad y su libertad.

Con los hijos la vida es una gran aventura que nos impulsa a ser mejores cada día.
Curiosamente los días se vuelven más cortos y por momentos los minutos eternos,
pero definitivamente se llenan de momentos de felicidad plena, impagable.
La monotonía es cosa del pasado,
nos enseñan a disfrutar cada instante y las pequeñas cosas tan maravillosas de la vida
que a veces los adultos pasamos por alto.
Nos obligan a ensanchar el corazón y a ejercitar el verdadero amor,
 el amor incondicional, capaz de cualquier sacrificio por el bien del amado.
 

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